Miércoles 29/10/2025
FOTO: Katarina Wolnik Vera
Texto: Sara Valls
¿Alguna vez has sentido dolor por la pérdida de una conexión que nunca llegó a convertirse en una relación formal?
¿Te has sorprendido pensando que no “tienes derecho” a sentirte mal porque aquello nunca llegó a empezar realmente?
Este tipo de experiencias, conocidas popularmente como “casi algo”, son cada vez más comunes. Se trata de vínculos breves, intensos o cargados de potencial que, por distintas razones, no llegan a consolidarse. Aunque la sociedad a menudo los minimice, su pérdida puede generar un duelo real, con emociones de tristeza, confusión e incluso vergüenza.
¿De dónde viene esta tendencia de no formalizar las relaciones?
La sociedad actual ha transformado profundamente la manera en que nos relacionamos y creamos vínculos, un fenómeno que Zygmunt Bauman expresó en su obra Amor líquido. Bauman describe cómo, en contraste con generaciones anteriores marcadas por relaciones “sólidas” y estables, en la actualidad predomina una mayor fragilidad e inestabilidad en los lazos afectivos. Las relaciones de antes solían ser más duraderas, orientadas hacia el compromiso y la permanencia. Hoy, por el contrario, tendemos a establecer conexiones más “líquidas”, adaptables pero también más fugaces y frágiles.
Queremos sentirnos conectadas, pero también poder soltar con rapidez si el vínculo deja de resultarnos cómodo o si tememos el sufrimiento que podría acompañar a un compromiso más profundo. El resultado es una forma de vincularnos marcada por la inmediatez y el miedo a la permanencia, donde muchas relaciones quedan suspendidas en un punto intermedio: no del todo presentes, pero tampoco inexistentes.
De ahí nace el concepto de “casi algo”, es decir, relaciones que se establecieron pero no se llegaron a formalizar, de modo que cuesta más asimilar tanto social como individualmente el impacto que pueden generar.
¿Por qué duele algo que nunca existió?
Desde la neurociencia afectiva, Helen Fisher (2004) explica que el cerebro humano está diseñado para crear vínculos de apego y que estos activan sistemas neuroquímicos asociados al deseo, la motivación y la recompensa. Cuando imaginamos una posible relación, estos circuitos se ponen en marcha del mismo modo que si el vínculo existiera realmente.
Por eso, cuando la conexión se interrumpe o no se concreta, el cerebro interpreta esa pérdida como una ruptura emocional auténtica. La dopamina, la serotonina y la oxitocina dejan de liberarse con la misma intensidad, generando sensaciones de vacío, ansiedad o tristeza. En otras palabras: aunque la relación no haya sucedido, el apego fue real para nuestro cerebro.
El papel del apego y la necesidad de conexión
Desde la teoría del apego, John Bowlby (1988) sostiene que toda persona necesita vínculos afectivos seguros para desarrollarse y sentirse protegida. Estos lazos no se limitan a la infancia: en la vida adulta, seguimos buscando figuras que nos ofrezcan una base segura desde la cual explorar el mundo y a nosotros mismos.
Cuando un “casi algo” se rompe, no solo desaparece la persona, sino también la sensación de seguridad que habíamos empezado a construir en torno a esa conexión. El duelo, entonces, no es solo por el otro, sino también por la versión de nosotros mismos que emergía en ese vínculo.
Sanar el duelo de lo que no fue
Reconocer la legitimidad de este tipo de duelo es el primer paso para poder elaborarlo. Aunque la relación no haya llegado a consolidarse, las emociones vividas fueron reales. Sanar implica:
- Aceptar que el vínculo tuvo un significado personal.
- Diferenciar entre la conexión real y la proyección o el deseo.
- Permitirse sentir y elaborar la pérdida sin minimizarla.
Referencias:
- Bauman, Z. (2003). Amor líquido: Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos.
- Fisher, H. (2004). Why We Love: The Nature and Chemistry of Romantic Love.
- Bowlby, J. (1988). A Secure Base: Parent-Child Attachment and Healthy Human Development.